El calor del verano se puede sentir en la piel. La brisa cálida se mete por los poros y el aroma de las flores puede saborearse. Se oye el murmullo del río, lejano, que sigue su camino recto entre rocas, árboles, vacas, caballos. Su viaje hacía el mar, entra por los oídos. El verde cándido, juguetón, contrasta con la inmensa lejanía del cielo. No hay una sola nube. El sol gobierna desde lo alto, sin decir una palabra, entregando una sensación de paz y agrado. Desde lo más profundo de la tierra, emerge gigantesco, inmenso, un sauce. Como largos cabellos verdes, sus ramas acarician la tierra y la siente suya, propia. Todo es tan suave, tan imperturbable como el retrato de un paisaje en una tarde veraniega. ¡Si!, el grito corta la imagen en dos, mientras el niño la atraviesa corriendo. La niña lo sigue, un poco más lenta, un poco más acalorada, un poco más contrariada, un poco más incómoda a causa de su vestido, demasiado largo para correr. ¡Ven!, le grita el pequeño, ¡ven ahora!. Ella obedece y, haciendo un último esfuerzo, atraviesa la densa cortina del sauce. ¡Oh, que placer, que frescura!. ¡Qué felicidad más inmensa!. Todo lo desagradable desaparece en un segundo y se deja caer, exhausta, para disfrutar de la sombra, de la humedad, de la frescura, de la risa de su amigo. Su amigo, que desciende desde lo alto de la copa del lugar más maravilloso del mundo. Entonces la pequeña cierra los ojos, alerta a todos sus sentidos y se abandona a ellos. Deja de ser cuerpo, para ser sólo una emoción. ¡Toma!. Sobresaltada abre los ojos, y ve al chico que asorochado estira su pequeña mano. Hice unas coronas, ésta es para ti. ¿Te la pongo?. Ella se sienta y se deja hacer. Lo mira, él la mira y ambos se ríen... Las hojas de las coronas les hacen cosquillas en las mejillas.