Hoy en la tarde salí a caminar bajo una suave llovizna. A mitad de camino, la suave llovizna se había transformado en una densa llovizna. Ya para cuando iba llegando al centro, la densa llovizna se había transformado en una leve lluvia. No llevaba paraguas. Casi nunca lo hago, porque no me gustan. Lo que es un problema, porque tampoco me gusta mojarme. La cuestión es que para cuando salí del supermercado, la situación climática se agravaba y yo ahí sin atinar a nada. Finalmente, y a regañadientes, entré a un local y compré un paraguas verde, que hace juego con mi chaquetón. Me costó mil quinientos pesos. O sea, es uno de esos paraguas ordinarios que uno compra para salir del paso. A los cinco minutos de haber comenzado el camino de vuelta, el cielo dejó de gotear. Y yo con las bolsas y el paraguas que había perdido de pronto su razón de ser. Debemos habernos visto bastante ridículos los tres. El paraguas, las bolsas y yo, quiero decir, caminando todos mojados bajo una lluvia que ya no era. Lo bueno es que encontré mis botas, pensé como para consolarme. Sí. Encontré mis botas. Creí que las había regalado, pero no. Ahí estaban en el closet del segundo piso, escondidas detrás de una maleta. Las había buscado antes, sin éxito. Pero hoy volví a insistir. Y es que hace rato que los zapatos que me compré me tienen harta, porque siguen como nuevos. En cambio mis botas... Mis botas tienen por lo menos ocho años. Y me encantan. Nada de puntas vaqueras, ni flecos, ni parafernalia innecesaria. Son de cuero, con la punta cuadrada, un taco también cuadrado no muy alto y bastante toscas. Perfectas. Lo único malo, aparte del agua y eso, fue que en una parte del camino había caca de caballo y parece que la pisé. Voy a tener que tirarlas para afuera...
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