Camina apresurado por la vereda, entre la gente. El ceño fruncido, mirando las puntas de sus zapatos a medida que avanza. Cincuenta. Cincuenta y uno. Cincuenta y dos. Va contando sus pasos mentalmente, en un intento desesperado por no pensar. ¡La puta madre!, exclama en voz baja. Y es que ha perdido la cuenta, por enésima vez en media hora. Todo por culpa de esa estúpida imagen. Estúpida, estúpida imagen. La odia. Profundamente la odia, porque no puede dejar de amarla. Porque no puede dejar de verla. La lleva estampada en la memoria, tan clara como una gota de agua. Siempre igual. Siempre blanca, idéntica a una hoja de papel, con los ojos tan negros y tan abiertos como un eterno vacío. Ojos enmarcados en oscuras ojeras de noches no dormidas. No se distinguen en aquella imagen más rasgos que ese par de enormes ojos negros, pero qué importa. Qué importa que no existan más que ellos. Qué importa que no haya otra facción en ese rostro pálido. Qué importa, porque en ese par de ojos, vive el mundo. En ese par de abismos, existe dios. Dentro de esa mirada comienza un viaje. Un viaje sin retorno, sin fin. Dentro de esa mirada, ella te coge de la mano, guiándote a través de mil laberintos, en los que se atraviesan infinidad de puertas, que te llevan a millones de lugares distintos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario