Mi tía, la menor de las mujeres de los ocho hijos que tuvo mi abuela, salía todas las mañanas al liceo con su jumper corto y su morral gris con rojo. Era morena, con el pelo negro, liso y largo hasta la cintura. Recuerdo que le encantaba maquillarse, de hecho tenía una cantidad impresionante de pinturas, al menos para mi lo era. Siempre se las pedía y es que me fascinaban. Mi tía tenía muchos admiradores. Varias veces me tocó llevarle saludos de alguno de los vecinos del barrio. A veces me mostraba las cartas de amor que le mandaban sus compañeros y yo soñaba con ser grande y recibir tantas cartas de amor como ella. Mi tía y yo dormíamos juntas, porque la casa era pequeña y eramos muchos. Teníamos de esos colchones de lana, esos que venían en dos mitades y eran terriblemente duros. Había días en los que despertábamos con los pijamas llenos de pintas rojas. Si, eran pulgas. Entonces mi tía desarmaba toda la cama y la roseaba con Tanax. Ese que venía en un tarro y que había que bombear para que saliera el insecticida. Creo que el olor del Tanax es uno de los más hediondos que he olido en toda mi vida y lo peor era que ese olor podía llegar a quedarse pegado en la cama incluso hasta por una semana. Mi tía iba todos los días a comprar el pan para la once. A mi me mandaban a comprar con ella. El pan salía a las cinco. pero ella comenzaba a arreglarse media hora antes. Se peinaba, se maquillaba y se cambiaba la ropa. Ahí en la panadería pinchaba con el hijo del dueño que era el que atendía la caja. Yo lo encontraba feo, pero bueno, a ella le gustaba. Comprábamos siempre un kilo y medio el que alcanzaba justo para un pan por adulto y medio por niño. . Cuando íbamos de vuelta, ella contaba los panes y a veces teníamos mucha suerte y salía una mitad de marraqueta de más. Entonces mi tía la partía por la mitad y me la daba bajo juramento de no contarle a nadie. Y es que era casi como un pecado haber podido comer un pedazo de pan más de lo que iban a comer los demás. Mi tía me enseño a jugar al luche un día en que estaba aburrida. Me dibujo el avión en el suelo, le puso los números y luego me dijo que me iba a hacer un tejo. Buscó una latita vacía de crema nivea y la llenó con tierra. Ese era el tejo. Es tonto, pero yo lo encontré tan lindo que hasta hoy, cuando lo recuerdo, lo echo de menos...
"Dejo por escrito que no he mentido ni desmentido a pesar de otras verdades. Dejo por escrito que si he mentido ha sido a mi misma y no me he dado cuenta. Dejo por escrito que no quiero ser víctima de los juegos de las trampas de mis juegos implacables. La luna tiene dos caras y esconde una y nadie la tironea ni la acosa. Y siempre tan alta, tan blanca, tan distinta" La Luna, Esteban Navarro
viernes, 31 de octubre de 2014
jueves, 30 de octubre de 2014
En La Coruña 5044
La hermana Carmen iba a veces a ducharse a la casa de mi abuela, porque en la suya no había calefont. En retribución, la hermana Carmen invitaba a mi abuela a tomar once con ella, de vez en cuando. Generalmente yo acompañaba a mi abuela a esas visitas . La hermana Carmen, a pesar de tener sus años, siempre andaba bien emperifollada. Se maquillada. Se pintaba los labios muy rojos, se delineaba los ojos y las cejas. Se ponía mucho rimel y mucho colorete, además de una sombra de color celeste. Se vestía con colores muy vistosos y usaba de esos perfumes tan fuertes, que llegan a marearte. La casa de la hermana Carmen tenía muchas cosas interesantes. Era igual de florida que ella. Entre todas esas cosas, la que más me llamaba la atención y más me gustaba, era un teléfono no muy grande, que tocaba música. ¿Para qué servía?, tenía que esperar por cualquier motivo, se ponía el auricular sobre ese pequeño teléfono y este comenzaba a tocar su melodía. La idea, obviamente, era hacer más agradable la espera a la persona que estaba al otro lado de la línea. Pero lo mejor era la once. Siempre tenía cosas ricas. No me acuerdo exactamente de que cosas eran, pero si sé que era cosas que yo no comía habitualmente. El domingo 3 de marzo de 1985, volvíamos de la casa de la hermana Carmen, satisfechas y contentas. Mi hermana, (la que sigue de mi mi primo), estaban en el segundo piso. Como mi abuela los había llamado varias veces y no bajaban, porque estaban viendo tele, mi abuela les cortó la luz. Bajaron y mi tía, la menor de las cinco mujeres de los ocho hijos que tuvo mi abuela, salió a barrer la vereda. Así que aprovechamos de salir a jugar un rato en la calle. Mi tía le puso una banca a mi abuela en la que ella se sentó para conversar con ella y contarle lo de la once y eso. De pronto la tierra comenzó a temblar. Mi tía le dijo a mi abuela "mami, está temblando", "no es nada, respondió mi abuela" y siguió temblando cada vez más fuerte, hasta que mi tía gritó: "mamá, esto es un terremoto!". Mi abuela se paró de la banca para poder afirmarse de un árbol. Luego yo le di la mano. Después mi hermana, (la que sigue de mi), me dio la mano y mi otra hermana, (la menor), se tomó de la suya. Así pasamos unos segundos, aterradas mientras mi hermana chica cantaba un himno. En eso, la vecina salió corriendo de su casa, con una guagua en brazos, llamando a sus hija que había ido a comprar al negocio del frente. Como yo conocía a su hija y su mamá se veía tan angustiada, se me ocurrió ir a buscarla. Alcancé a cruzar la calle, pero no pude llegar a la esquina, así que me devolví, con la sensación de haber estado caminando sobre una cama de agua. Me volví a agarrar de la mano de mi abuela cuando dejó de temblar. Justo en ese momento, mi hermana chica dejó de cantar y se puso a llorar. Ni mi papá ni mi mamá estaban con nosotras ese día. Mi mamá estaba en la Catedral Metodista Pentecostál y mi papá estaba en la casa de la Misión, que en ese tiempo quedaba en Serrano 915. Recuerdo la imagen de mi mamá doblando la esquina corriendo, llorando y abriendo los brazos al vernos a las tres a salvo. A mi papá no lo vimos hasta el otro día. Aun estábamos sentados en la calle cuando comenzó a oscurecer. Recuerdo que armamos una especie de campamento en el living de la casa de mi abuela, (que era bastante chico) y nos acomodamos para dormir ahí, todos juntos. Yo tenía miedo, pero de alguna manera el estar ahí entre mis familiares me hacía sentir más segura cada vez que alguno de ellos decía: otra vez está temblando...
miércoles, 29 de octubre de 2014
Los Nogales
Al fondo del sitio habían por lo menos cinco nogales. Aunque las nueces no estuvieran maduras, nos las comíamos igual. Les sacábamos la cáscara y después la piel. Cuando ya era la época de cosecharlas, mi hermana, la que sigue de mi, se colgaba de las ramas y comenzaba a tirar nueces al piso. Ahí nosotros, (ella, su mejor amigo y yo) las recolectábamos y después las repartíamos entre los tres. Años después, el amigo de mi hermana, confesó que la única razón por la que nos ayudaba, era para poder verle los calzones cuando ella se subía al árbol, con falda. Perturbador... En fin, recuerdo que yo llevaba una lonchera llena al colegio y las vendía a diez pesos cada una. Creo que diez pesos de ese tiempo vendrían a ser como cien de ahora. En realidad no estoy segura. Mi otra hermana, la menor, tenía una amiga, su mejor amiga. Pasaba metida en su casa. De hecho decía que la familia de ella, era mejor que la nuestra. La familia era gringa, por lo que tenían buena situación en comparación a otras personas que vivíamos en la Misión. A la tía le encantaba cocinar y hacer postres, además de la repostería. Y como tenían plata, lo hacía todos los días. Mi hermana, generalmente, tomaba desayuno, almorzaba, tomaba once con ellos y volvía bastante tarde. No sé cómo eso no les preocupaba a mis padres, tal vez sabían que estaba en buenas manos, o algo así. Cuando no estaban en la casa, las dos andaban jugando por la parcela, en cualquier parte. Había veces que las buscábamos llamándolas a gritos por un buen rato y de pronto aparecían muy campantes, como si nada. En una se esas veces, fueron también a recolectar nueces. Pensaron que era una gran idea hacerle una leche con ellas a uno de los tíos gringos, que también vivía en la Misión. El se la tomó encantado, hasta que le dijeron como la habían hecho. Se las metían en la boca, las masticaban y después las escupían en un vaso. Creo que el tío anduvo descompuesto por el resto del día y mi hermana y su amiga, hasta el día de hoy se ríen del asunto.
martes, 28 de octubre de 2014
Bajo el agua
Aprendí a nadar cuando tenía ocho años. Fuimos varias veces durante un verano, a una parcela que tenía la Iglesia Anglicana en Lo Caña. Aprendí sola. Partí por la parte baja de la piscina, nadando "a lo perrito". Rápidamente fui mejorando y de a poco me iba aventurando hacia la parte más profunda. Pasaron pocos días y ya tenía el asunto dominado. Pero quería aprender a nadar debajo del agua. Eso me costó un poco más, bastante más en realidad. Pero finalmente, lo conseguí. Estaba encantada. Perfeccioné tanto la técnica que podía nadar a ras de suelo. Lo hacía por horas. Siempre era la última en salir de la piscina. Me quedaba hasta que los labios se me ponían morados. Había unas cabañas en las que los adultos y demás niños se iban a tomar once y a conversar. Como mi hermana menor era muy pequeña, no se percataban de mi ausencia por un buen rato. Cuando comenzaba a caer la tarde, me salía del agua y me acostaba a la orilla de la piscina. Me gustaba quedarme viendo como ella se aquietaba, hasta quedar en completa calma. Parecía el vidrio de una ventana, o algo así. Mientras iban disminuyendo las ondas, yo le hablaba. "Tranquila", le decía, "tranquila". En ese tiempo pensaba que mi voz ejercía una especie de hechizo, que el agua me escuchaba y que era yo la que la dejaba convertida en ese vidrio de una ventana.
viernes, 24 de octubre de 2014
Cosas sin importancia
Ayer andaba por el centro y me ocurrió algo que me había pasado una sola vez en la vida. Caminaba por mi lado derecho, y me topé con un hombre que venía caminando por el mismo lado. Nos detuvimos quedando de frente. Entonces me moví hacia mi izquierda para poder pasar, y sin querer él hizo lo mismo. Me moví entonces hacía mi derecha y él, sin querer, volvió a hacer lo mismo. Y así una o dos veces más. Entonces me miró y me preguntó ¿quiere bailar?. Me dio risa y a él también. Finalmente me dio la pasada y seguimos cada uno nuestro camino.
jueves, 16 de octubre de 2014
Gracias
Uno de los primeros colegios en el que me pusieron cuando era chica, (estuve en varios), fue el Instituto Anglo Chileno. Lo pasé pésimo. Mi profesora me odiaba y no tenía ningún reparo en demostrármelo. Fue horrible. Lloraba todos los días en el furgón, de ida y de vuelta a clases. Cuando mis papás se dieron cuenta de que ya no podía más, me sacaron de la escuela tres meses antes de que terminara el año. Al año siguiente, me matricularon en un Colegio Adventista que quedaba en Provenir con Vicuña Mackenna. El primer día llegué asustada, pero entonces conocí a la señorita Gloria. Era la esposa del director y profesora de educación general básica. Me hizo sentir bien desde el primer día. Nunca me voy a olvidar de una vez en que nos hizo pararnos detrás de la silla en absoluto silencio. Yo estaba segura de que se nos venía un reto, pero lo que pasó en ese momento, me pareció increíble. Y es que la señorita Gloria comenzó a hablar de mi. Deben haber sido como cinco minutos. Nos dijo que yo era un ejemplo para el curso, que era muy obediente y ordenada, que estaba muy contenta de que hubiera llegado al colegio y varias cosas más que ahora no recuerdo. Esos cinco minutos sanaron la profunda herida con la que había llegado a su clase. Esos cinco minutos son uno de los recuerdos más hermosos que llevo en el corazón. Ya se que es un poco tarde, pero no quería irme a dormir sin dejar una nota de agradecimiento a todos los profesores y profesoras, (entre ellos mi tía y mi tío) que, aparte de amar su trabajo, aman a los niños y jóvenes a los que les enseñan.
miércoles, 8 de octubre de 2014
Centeno 917
En el año 1986, mi papá no ganaba mucho, pero igual se las arreglaba para entretenernos. Fuimos varias veces al Parque OHiggins en donde mis hermanas se pasaban las horas jugando, mientras yo me quedaba mirando a las personas que patinaban en la pista de patinaje. En una de esas idas al parque, mi papá nos compró unos piriguines que vendían en unas bolsas plásticas, al lado de un lago o una laguna que había. Lo triste fue que los piriguines llegaron muertos a la casa. No duraron ni un día, No tengo idea por qué. Otras veces nos llevaba al Hipódromo, creo que había un día en el que no cobraban y podíamos entrar a ver a los caballos. Cerca de la casa estaban los Juegos Diana. Nunca pudimos ir a jugar, pero mi papá nos llevaba igual para que fuéramos a ver, por lo menos. Lo único que era gratis, eran esos espejos en los que uno se deforma. Ahí nos quedábamos un buen rato, mirándonos y riéndonos unos de otros. En algunas ocasiones, (y estas eran las que mas disfrutábamos), mi papá nos decía que revisáramos por toda la casa y le entregáramos las monedas que encontráramos. El siempre aparecía con un para de billetes. Entonces juntaba todo y nos íbamos caminando, (como a casi todos los lugares a los que íbamos a pasear en ese entonces), desde Centeno hasta el Paseo Ahumada. Entrabamos al Burger Inn y mi papá pedía toda la plata en papas fritas. Nos sentábamos y vaciaba las porciones en el centro de una bandeja. Ponía un poco de ketchup en cada una de las esquinas y nos comíamos el montón de papas mientras el contaba historias de cuando era chico.
martes, 7 de octubre de 2014
Recorrido
El año ochenta y seis, mi mamá tuvo una depresión que duro un año. Mi papá es publicista y trasladó su oficina a la casa para poder hacerse cargo de ella y de nosotras tres. Lo más importante en ese tiempo, era tratar de que mi mamá descansara lo mas posible. Dormía mucho y casi no se levantaba. Cuando mi papá tenía que salir a hacer algún tramite corto, yo me quedaba a cargo de mis hermanas. Lo que solíamos hacer en esos ratos, era jugar en nuestro dormitorio. Recuerdo que una de las cosas que mas nos gustaba hacer, era jugar a que teníamos el pelo largo, (las tres lo teníamos bien corto). Para lograr el efecto, nos poníamos unas pantis en la cabeza y pretendíamos que eran trenzas. Había veces en las que nos pedían que limpiáramos la cocina. Ahí las tres eramos empleadas de una casa de gente muy adinerada y se suponía que la patrona era una mujer bastante antipática. Además de eso, era muy exigente, así que dejábamos la cocina como un chiche. Mi abuela materna, iba de vez en cuando a cuidar a mi mamá. En esos días, la mayoría por lo que recuerdo, mi papá me llevaba para que lo acompañara. Siempre pasábamos por el correo central. Compraba las estampillas para sus cartas y me dejaba pegarlas. Después me preguntaba en que casillero debía depositarlas. Me pedía que mirara la dirección y descubriera a que continente iban dirigidas y que las pusiera en el lugar correcto. Nunca pude resolverlo sola. Después pasábamos a retirar las cartas a nuestro casillero, el 10161. Mi papa abría la pequeña puerta y me hacía mirar hacia adentro. Un día que estaba en eso, mirando por la ventanita, tocó que justo metieron una carta. Para mi fue algo sorprendente. No se, pensé que había sido algo mas que una coincidencia y nunca lo olvide. Al salir, caminábamos un rato por la Plaza de Armas. Luego nos metíamos por unas galerías y salíamos a calles que yo desconocía. Andábamos por el paseo Ahumada y cuando estábamos cerca de esos chorros de agua que salían del suelo, me agarraba de la mano y pasábamos corriendo entre ellas, (solamente en verano, claro). Algunas veces comíamos algo. En una de esas veces, me comí mi primer Barros Jarpa. No podía faltar la parada en el Banco del Estado que está en la Alameda. Yo le tenía miedo a las puertas giratorias, pero mi papá me ayudó hasta que después me las pasaba corriendo. De todos los lugares que visitábamos, el que más me gustaba, pero el que mas me gustaba, era la imprenta del Lucho Ossa. Era un lugar fascinante. Mientras el Lucho Ossa y mi papá conversaban, a mi me daban permiso para ir a ver el lugar en donde se imprimían los libros. No recuerdo los nombres de las maquinas, pero había una que tenia un montón de letras metálicas, que se podían cambiar de lugar. Creo que les ponían tinta encima, o algo así. La otra maquina que me llamaba mucho la atención, era la guillotina. Cortaba resmas enteras de papel y, como los empleados me tenían buena, me regalaban los cortes que sobraban y caían. Junte papeles de todos los colores, de distintas texturas y tamaños. Volvíamos a la casa y mi papá se iba a trabajar a su oficina y yo me iba con él. Me prestaba los lápices de colores que usaba para hacer sus bocetos y me regalaba de esas láminas de letra set. También me dejaba pegar recortes con cemento de caucho, siempre y cuando no le perdiera "el moco".
domingo, 5 de octubre de 2014
Dos cosas que recorde hoy
Vivíamos en Pedro de Valdivia, en una casa que le había prestado a mi papá, el Pastor de la iglesia Encuentro con Cristo. La casa había funcionado como orfanatorio y era bastante grande. Me acuerdo que habían ratones. Con mi hermana, (la que sigue de mi), los perseguíamos, pero nunca logramos alcanzar a ninguno. Nos gustaba jugar a la escondida. Era muy entretenido, porque en la casa habían muchas habitaciones y era muy difícil encontrarnos. Yo había entrado recién a segundo básico cuando llegamos a vivir ahí. Me pusieron en un colegio municipal que quedaba cerca. Eramos pobres, como lo fuimos la mayor parte de mi infancia, así que yo no tenia uniforme. Me mandaban al colegio con cualquier ropa, y encima el delantal, para que no se notara tanto. Una vez, una compañera que se iba sola, me convenció para que me fuera con ella. Yo le hice caso y salimos juntas de la escuela. El problema era que a mi me iban a buscar y, claro, como era tan chica, no me di cuenta del lío en el que me estaba metiendo. A mitad del camino, decidí devolverme, pero en la puerta del estableciemiento no estaban ni mi papá, ni mi mamá. Obvio, me andaban buscando. Entonces me fui caminando hasta la casa. Cuando llegué, mi papá estaba indignado. No me preguntó nada, me llevó a la pieza y me dio tres golpes en el trasero, con la cuchara de palo. Ese era el castigo que los misioneros les habían enseñado, como el indicado para castigar a los hijos que se portaban mal. En realidad esa parte, a pesar de ser bastante dolorosa, no era la que más me molestaba. Lo que me molestaba y mucho, era que después del castigo, teníamos que ir y darle un abrazo y un beso al mismo que nos había dado los tres cucharasos. Hasta ahora no entiendo muy bien cual era el propósito de hacernos pasar por eso. En el invierno del año ochenta y dos, hubo un gran temporal. La casa tenia un subterráneo que se inundó. Algunas personas de la iglesia vinieron para sacar un poco el agua y para ver si había algo que se pudiera rescatar. Yo estaba fascinada. Habían muchos cuadernos con anotaciones que se habían mojado. Todo eso iba a ir a dar a la basura. Yo pedí que me regalaran algunos y los guardé como pequeños tesoros. Y es que los cuadernos estaban escritos con pluma y la tinta se había corrido al mojarse, entonces se formaban algo así como pequeños dibujos que me llamaron tanto la atención, que los guarde por años. Cuando uno es niño, es niño, no es nada mas. Pero a lo que iba yo, era a otra cosa. En ese mismo invierno, nació mi otra hermana, (la menor). A mi papa le aconsejaron que, para que mi otra hermana, (la que sigue de mi) y yo, no nos pusiéramos tan celosas por la llegada de la bebé a la casa, nos comprara un regalo. Nos regalaron el cuento de Bambi, que venía con un cassette en el que uno escuchaba a una mujer que leía el mismo cuento y hacia las voces de los animales. Nosotras teníamos que ir leyéndolo con ella, o sea yo, porque mi hermana,(la que sigue de mi), no sabia leer. El sonido de una campanita te indicaba cuando tenías que dar vuelta la hoja. Aún recuerdo algunas de las frases y la voz con que la mujer leía el cuento. Había una parte en la que decía "yo me llamo Tambor, y se fue saltando con su madre y sus hermanitos" o "ella es Falina, y su madre es tía tuya". Creo que fue una buena idea, la de mi papá, porque nos entretuvimos tanto escuchando el cuento una y otra vez, que casi no nos dimos ni cuenta de que había una guagua en la casa. Ahora estoy visitando a mi hermana, (la menor). Acaba de tener a su primer hijo y creo que verla con él, tal vez haya sido lo que me recordó todos estos sucesos ocurridos en el año en que ella nació, el mil novecientos ochenta y dos.
Cuando vivía en la casa de mi abuela, me encantaba jugar a la feria. Hacia unos puestos y juntaba piedras, que eran las papas. Las hojas de los cardenales, eran las lechugas. La arena el azúcar y la tierra, la harina. Mi tío me había enseñado a hacer esos cucuruchos con papel de diario y en ellos le vendía a mi prima todo lo que ella iba a comprarme en un coche que hacia las veces de carro. Yo gritaba ofreciendo, igual que los ferianos, mis productos. Pero había algo en especial, (y esto no se lo he dicho a nadie), que me gustaba vender, y era "la novedad". Antes de instalar el puesto, me daba el trabajo de recorrer el patio buscando algo que pareciera muy especial; un pedazo de alambre con el que hacia una figura, una tuerca, un atado de plumas, una botellita de vidrio, un ojito de gato, que se yo. Puras leseras, pienso ahora, pero en ese entonces me parecían cosas maravillosas. "La novedad" era el producto mas caro y del que mas me costaba desprenderme. Pero, me desvié del tema. A pesar de que jugar a la feria era nuestro juego favorito, (mas que jugar a la mamá y a la oficina, o al salón de belleza), para mi lo mejor era la tele. Y es que nadie nunca, o casi nunca, fiscalizaba lo que veía, lo que me permitió ver muchas cosas interesantes. Una de ellas fue una película que trataba de un hombre que estaba enfermo. Tal vez estuviera en una silla de ruedas y no salía de su casa. El hombre conoció a una joven, quizás una adolescente, que lo visitaba regularmente. La cosa es que, frente a una ventana de la casa del hombre, había una enredadera. Una hiedra, o algo así. El le decía a la niña, que cuando cayera la ultima hoja de esa enredadera, el iba a morir. No tengo memoria de nada mas sobre la trama, salvo que la niña le pintó una hoja a la enredadera, a lo mejor para darle una esperanza al caballero. Tuve la sensación de que eso fue algo hermoso, pero que aun así, me dejó con un sentimiento de tristeza. No sé a qué atribuirlo, mis recuerdos son demasiado vagos. En la pieza de mi sobrina, que estoy ocupando mientras ella esta en la playa, mi hermana, (la que sigue de mi), pintó un árbol de ramas delgadas que tiene pequeñas flores dibujadas en algunas de ellas. Puede ser que por verlo, haya hecho la relación y se me haya venido a la mente la película, que nunca mas volví a ver y de la que no tengo mas que ese par de imágenes.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)